Desde Caracas llegan rumores de saqueos mientras, en Maracaibo, mares de gente entran y salen de casas ajenas con las manos vacías. Es la última edición de la Velada de Santa Lucía, el evento cultural en el que más de 400 artistas exponen su trabajo durante dos noches en los hogares de la avenida 2D, el célebre sector marabino donde la cerveza siempre está fría y la gente se va feliz.
El paseo en honor a una santa sin ojos consiste en mirarlo todo. Lo primero es el apretujamiento. La multitud podría entrarle a cualquiera por la nariz para salírsele por la boca, pero nadie está apurado. En una casa de arquitectura colonial, una violinista disfrazada de novia zombie interpreta a Verdi. Afuera hay un puesto de bollos pelones bañados con salsa de gloria carbohidratada y pipotes llenos de cerveza tan fría como económica.
En el Zulia, territorio exagerado, es difícil conseguir puntos medios. Hoy, a la inclemencia del clima se le suma la inseguridad y ambas acaban por confinar a los maracuchos a la casa, al carro y al centro comercial, los territorios conquistados por el aire acondicionado. Afuera está la paila, adentro la nevera. Por eso la velada de Santa Lucía es también el triunfo de la calle, de la gente en la calle, en otra ciudad más del país donde nadie se atreve a caminar.
En la Velada, la realidad está al servicio de la ensoñación. Se funden, transformándose. Son muestras de arte contemporáneo instalados en las casas de las familias de Santa Lucía. Un visitante le pregunta a uno de los organizadores qué significa esa cama impecablemente vestida en medio de la habitación donde se expone una muestra fotográfica. “Esa cama es de esta casa. Es una cama”, responde.
En un post-it colgado en un alambre se lee: «Seré la muerte poética de Ophelia». Más adelante, en el baño de una casa muy humilde, se erige un templo al jabón azul y sus lajas dan lugar al retrato de un hombre que muestra las palmas de las manos. Así es el avance por las intervenciones artísticas de casas, paredes y objetos en Santa Lucía, que parecen pertenecer a un mundo onírico donde no se necesitan demasiadas explicaciones.
Al final de la cuesta de la avenida está la Iglesia de Santa Lucía, la mártir cristiana que sobrevivió a la hoguera y perdió la cabeza después de perder los ojos. Los bordes del templo se encienden con varios colores. Verde, azul, morado, amarillo, rojo. Parece la demostración más poderosa del significado de su nombre. Santa Lucía: la que porta luz.
A un costado de la iglesia tecnicolor un grupo regala sopas a los paseantes. Más adelante, en la casa de la familia Nava, se escucha rock pesado para cerrar un recital de poesía. En la plaza se proyecta un documental sobre la historia de la Velada, ésa que ya no será más. Sí: después de trece años ininterrumpidos, éste es el fin, pero esta última noche no huele a despedida. Hay brisa fresca, la gente pasea, se sorprende con el arte, participa de los performance, se baña con burbujas, y en medio del exceso toca, mira, baila, vomita. Pero nadie llora. Nadie. Todavía.
— La primera vez que vine a Santa Lucía, hace muchos años, el taxista me advirtió que me podían matar…
Es el día siguiente de la Velada. y habla Clemencia Labin, la artista plástica fundadora y motor del evento. Lleva puesta una docena de collares con cruces de azabache que le cuelgan sobre el vestido blanco y ligero que escogió para enfrentar este mediodía maracucho en el que va a despedirse definitivamente de la que —asegura— es la obra artística más bella que ha hecho en su vida.
Durante trece años, esta maracucha radicada en Hamburgo, convirtió la Velada en el proyecto de decenas de artistas zulianos y alemanes, todos militantes del intercambio cultural. Pero ese “monstruo querido” ya amenazaba con salírsele de las manos.
— El año pasado, mientras hacía mi performance de Santa Lucía convertida en plomo, se me ocurrió abrir los ojos y vi todo el desorden contra el que había peleado. Ese día dije “Hasta aquí”
Y comenzó a preparar el adiós. Ese adiós es ahora.
Después de comer arepas en el ritual de clausura, todos descansan a la sombra tendidos en las aceras. Se protegen del sol en una calle desierta. La temperatura supera los treinta grados y los expositores desmontan sus obras para devolver la normalidad a las casas familiares de la avenida 2D.
Hay carros transitando por el bulevar, borrando el mensaje de tiza que Yosmaira Silva escribió en el asfalto la noche anterior, en un performance sisífico: “Me perdono y vuelvo a empezar”. Todos se agrupan alrededor de Clemencia Labin para una —nunca más cierta— foto final. La iglesia está cerrada y unicolor. Alguien se encarga de recordar a los artistas que no dejen basura. Lo llaman así: basura. Es como despertar con resaca un primero de enero.
Días antes de la Velada, cuando clemencia llegó a la ciudad, un taxista identificó la dirección a la que iban: “¡Ah, señora! Ésa es la Calle del Arte, en Santa Lucía. Eso es patrimonio cultural”, le dijo. Mientras ella lo cuenta a los artistas y vecinos, a algunos se les confunden las lágrimas con el sudor. Clemencia ruega: “Alguien que nos salve de esto, por favor… ¡alguien que cante!”
Los rumores de Caracas insisten en llegar amplificados, pero el Lago se los traga. Maracaibo está ocupado en su propia despedida.
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Una versión de este texto fue publicado originalmente en el portal www.prodavinci.com #AdiósSantaLucía