El baile de los cuarenta y cinco metros

Para L.

En seis meses multiplicamos por diez el tamaño de este apartamento. Se ha abierto ante nosotros, flor de empalizada, en una circunstancia a prueba de asombro. Vernos cada hora, mientras afuera las cosas tomaban otros nombres. Memorizar tu rostro, las marcas de tu espalda, la pequeña cicatriz en la barbilla que delató tu hora de nacimiento, the rising sign; que nada en ti me parezca ajeno, hasta que una mañana te sorprendo caminando más lento en este espacio de tres por dos, ahorrando los pasos como para llegar a viejo, pero es solo tu cadencia de invierno que recurre.

Han clavado espadas en esta urna de mago en la que nos hemos confinado. Adentro, el mundo; afuera, las luces del espectáculo. Por las rendijas vemos mitades de rostros atentos al truco desde sus pantallas. Nos llegan noticias con filos: la enfermedad del padre, la pena de un amigo. Las esquivamos arrugando los pies con los ojos abiertos.

Las noches en las que encajo mis rodillas detrás de las tuyas en la cama puedo sentir desde el sueño nuestros cuerpos fundidos, babosos, en el interior del caracol que lleva su casa a cuestas. Luego somos una noria que da vueltas infinitas contra un cielo sin estrellas en un descampado. Alguien susurra la palabra inenarrable en mi oído y te despierto para contártelo. Hay cien cosas que no te he dicho, no las quieres saber.

Para sobrevivir a la sobrexposición del otro tenemos armarios separados, dos baños y un silencio. Vaciar el espacio, hacerlo habitable para alguien más, implica una retirada hacia adentro. Administrar la historia, guardar para mañana, no joderse las pelotas.

En la prehistoria de este año eterno, cuando los problemas se parecían a desenhebrarse de calor en el transporte público, me iba al malecón de noche a recibir el sereno, viendo salir a las cucarachas de las enredaderas que visten las piedras del acantilado. Más tarde, en la sesión de qué tal tu día en la cocina te decía que todo normal, nada del otro mundo. Me gustaba hacer cosas a solas para guardarme los secretos, otro placer negado estos meses fósforos, a la espera de ser encendidos por la muerte.

A pesar de la distancia consciente llevo tus estadísticas. No puedo evitar la obsesión por medir, tener una agenda, anotarlo todo. He perdido demasiado en el arrase de la memoria como para no intentar el oficio de la claqueta. Sé cuándo te deshidratas porque has trabajado sin parar o cuántas pastillas quedan en tu bote de vitaminas. Me muerdo la lengua para no instruirte sobre las cosas mundanas porque la libertad es un jardín difícil de mantener, pero cuando fracaso me ofreces paciencia en forma de vasos de agua. Es importante mantenernos hidratados.

También nos llenamos de dolores. Nudos debajo de la piel que parecen imposibles de resolver. Qué es esto sino otra forma del ego, el cuerpo trayendo la atención hacia sí mismo. Quisiera estirarme, llevar los brazos más allá de un límite físico que es, a la vez, una frontera simbólica: crecer hasta aquí. Es raro anhelar una elongación, un crujir de extremidades atadas a las patas de dos caballos de paso en direcciones contrarias. He visto esas imágenes en películas, ahora sueño con particiones.

Quizá por eso empezamos a despedirnos de este lugar, llenando cajas que llevarán nuestras cosas a otra parte. Pusimos la esperanza en el espacio físico, pero el cuerpo sigue berreando su canción de presidiario, déjenme salir, de aquí, ahora. Algo habrá que hacer. Bailar, por ejemplo.

Ilustración: Ale + Ale

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1 comentario en “El baile de los cuarenta y cinco metros”

  1. Que hermoso, describir ese amor bonito de manera algo coloquial, esa unión y respeto mutuo me llena de mucha felicidad y también de mucha paz. Gracias querida Mela. ❤

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