Un ejercicio de contención

Si me preguntas por Caracas, extranjero, te mostraré esta foto y esperaré a que la ciudad haga contigo lo que hizo con nosotros. Arrebatarnos la virginidad, escupirnos en el piso, cegarnos de luz, criarnos como a lobeznos huérfanos, niños asesinos de bulevar con las manos llenas de cicatrices. Soy como esa mujer que sueña que se puede beber la luz en una taza, para estar tibios todo el año en el calor de los otros.

El frío ha llegado a esta ciudad que no deja que la toque. Caracas es puta, a Lima se le desdibujan los bordes en la arena.

Todas las mañanas a la misma hora paso por una cerca poblada de lirios. Son silvestres y tienden al piso, como la gente que no sale en las revistas. Su olor me acompaña de ida y de vuelta. Podría ser la única esquina de Lima que no huele a pollo en brasa. Eso basta.

El frío me desaparece. El invierno pasado bajé cuatro kilos. Saco de huesos de ojos grandes debajo del abrigo. El cuerpo comiéndose a sí mismo para generar calor. Si lo piensas, esa forma de canibalismo también es una experiencia de amor propio. Mi cuerpo convive conmigo y consigo, lleva un relato independiente de sus deseos. No lo controlo, me contiene.

En verano se me ensancharon de nuevo las caderas, subí de peso como un homenaje a la sensualidad que me precede. Madres, abuelas y bisabuelas con las piernas abiertas para recibir y dar a luz. Todo alrededor parece decir hagamos eso para lo que vinimos, tengamos bebés como conejos contentos de estar vivos.

Marido y yo nos vamos de viaje al sur por unos días para celebrar que nunca seré tan bella como ahora. Estoy en la edad en la que mi cuerpo conspira para que me elijan. Se llama selección natural y es una mierda. Mis bordes son asibles aún, en diez años serán de arena.

Asisto a los cambios de estación con absoluta consciencia de mí misma. Me recreo en mi propia transformación con la minuciosa rigurosidad de un entomólogo. Me aburro, pero no puedo evitarlo. Es mi nuevo pasatiempo. Supongo que soy el centro de toda mi atención porque aún no tengo hijos sobre quienes descargar mis angustias vitales.

También por mi naturaleza egoísta.

También porque vengo de Caracas.

Veinticuatro grados a la sombra y estrés postraumático todo el año, extranjero.

El ejercicio de la autocontemplación en una ciudad violenta y tropical es un lujo. Ponte pilas, camina rápido, guarda el celular, sube por las escaleras, pégate de la pared mamagüevo, cállate la boca maldita perra, ¿llegaste bien? ¿llegó la luz? ¿conseguiste la plata? ¿cuándo te vas? ¿cuánto te llevas?

¿Cuánto te llevas?

Algunas tardes en las que me voy a pasear por el malecón limeño escuchando a Gloria Gaynor siento que podría vivir aquí para siempre, pero en seguida tengo la certeza de que esta no es la ciudad donde voy a morir.

Quizá me muera en Chincha, en Ayacucho o en Arequipa. Si regreso a Venezuela con los años, es probable que me muera en un pueblo horrible como Puerto La Cruz. Pero me he prohibido morir aquí. Una ciudad a la que no puedo tocar, cómo podría contenerme.

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